lunes, 11 de abril de 2016

Monsieur Didier pierde el compás

   La trastienda olía a polvo, madera húmeda y hierro. El tendero era tan típico como un déja vu: anciano y silencioso, anacrónico y torcido, con ese aire de superioridad que tienen los viejos que han vivido.
   Monsieur Didier le extendió una caja roja de terciopelo de seda. La dejó sobre el mostrador de madera gastada y se apretó las manos temblorosas. Bajó la mirada. El tendero se ajustó las gafas y repicó los dedos nudosos sobre la madera del mostrador. Hubo unos segundos de confusión. Mosieur Didier no sabía qué hacer. Como un chiquillo pillado en falta, intentó justificarse:

--Es antiguo y está sin uso. Lo sé. Mi esposa era la que lo cuidaba. Desde que tengo memoria, siempre fue ella. Amor a primera vista, ¿sabe? Y murió joven. Tuvimos una sola niña, la crió mi hermana. Era tan parecida a su madre que no me sentí capaz. Yo trabajaba mucho. Dedicaba mi vida al trabajo para olvidar que mi esposa me dejó solo y que yo dejé sola a mi hija. Son los nietos, de vez en cuando, los que lo ponen en marcha.
 
   El tendero carraspeó bruscamente. No le interesaba su vida. Nunca le interesaban sus vidas. El sólo reajustaba el mecanismo. Si podía.

--Abra la caja, Monsieur Didier, por favor. Es su caja.

   Monsieur Didier desató la cinta de raso con dedos temblorosos. El tendero le hacía sentir mal. En falta. Pequeño. Empezó a enfadarse. Empezó a enfadarse con el tendero por hacerlo sentir en falta y consigo mismo por dejarle al anciano tener ese poder sobre él. El tendero sabía perfectamente el efecto que causaba sobre los clientes. Todos se sentían igual. Nunca los juzgaba. Tampoco hacía nada por aliviarles la situación. Se divertía.

--¿Cuando empezó a notar el mal funcionamiento?-- Preguntó el tendero, ajustándose el monóculo de relojería al ojo izquierdo y sacando con sumo cuidado la máquina de su cajita de terciopelo. Desatornilló la tapa. Los engranajes estaban impecables, rígidos e inflexibles. Monsieur Didier tragó saliva.

--No sé. Hace unos días, un tiempo.
 
   El tendero lo miró fijamente y golpeó con una pinza de punta redonda el engranaje más grande. Sonó a nuevo. Mosieur Didier bajó la mirada y murmuró:

--Años. Hace años empezó a desacompasar. Me hacía sentir furioso mirando los blancos copos de nieve al caer, tristeza en las noches cálidas de primavera, adoración irreverente por un mechón de pelo. Atrasaba o adelantaba: sentía pasión por cosas que habían pasado hacía muchos años, desamor por las que aún no habían sucedido. Una tarde de Mayo hizo un ruido sordo y se detuvo por un segundo o dos. O tres. Me asusté y ese día dejé de consultarlo. Lo llevaba como un reloj sin hora, por el gusto de sentir el peso encima pero sin fiarme. ¿Puede hacer algo o ya es demasiado tarde?

--Monsieur Didier, los corazones son máquinas muy complejas. Los he visto rotos, destrozados, corroídos, desolados... El suyo está estancado. Me temo que no lo puedo arreglar porque no está roto, no le falta ninguna pieza ni le sobran emociones. Si quiere volverlo a usar, debe ponérselo media hora antes de salir de casa, que vaya tomando forma y luego debe proporcionarle una emoción muy fuerte. Un golpe dramático, algo que le haga saltar la chispa de arranque. Un buen disparo de adrenalina.

--Oh, de acuerdo, maestro. Lo haré mañana mismo. La verdad es que me estoy poniendo viejo y lo echo de menos.

--Por supuesto, es comprensible.

--Por cierto ¿Qué me recomendaría usted?

--En su caso, un asesinato a sangre fría, por supuesto.





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