lunes, 11 de enero de 2016



EL FANFARRÓN MUCHASGRACIAS

Estoy satisfecho de mí mismo. Al fin he dejado de ser un timorato ridículo.
   Crecí muy deprisa y desde niño fui alto, delgaducho y desgarbado. Si a eso le añadimos mi debilidad de carácter, se entiende que los compañeros de colegio primero, los amigotes de la adolescencia después y, ya muchacho, las chicas de la pandilla, me tomaran como el pimpampum de sus burlas y escarnios haciéndome la vida imposible.
   Cuando salí del pueblo para cumplir con mis deberes militares, lo hice con una idea fija incrustada en mi cerebro: <Cuando vuelva licenciado ya veremos quien hace burla de quien>
   En el CIR -Campamento de Instrucción de Reclutas-, publicitaron la opción de convertirnos en soldados legionarios. Sin dudarlo, y a pesar de las advertencias de mi sargento, que me tenía buena ley, con respecto a la dureza de la instrucción y las casi crueles normas como soldado del Cuerpo, me sometí a las pruebas de aptitud que, aunque con dificultad, superé. Y así me enrolé en la mítica Legión Extranjera.
   Embarcamos en Cádiz y navegamos durante tres días con sus correspondientes noches, hasta las costas del Aaiún, en el Sahara Occidental.
   Os ahorro la descripción de mis peripecias y sufrimientos, pese a lo cual alargué mi compromiso con la Legión cinco larguísimos años, durante los cuales me endurecí física y mentalmente, de tal manera que a mi regreso se asustaría en mi presencia incluso la madre que me parió.
   Así, absolutamente cambiado, volví al pueblo.
   Nadie me reconocía a primera vista en aquel cuerpo de más de dos metros de altura, con la piel de los saharauis de Smara, fornido y nervudo como una hiena, con la barba crecida e hirsuta y los andares poderosos, chulescos, de los soldados del desierto.
   Mi primera víctima fue el zopenco del Dionisio. Seguía como siempre: achaparrado, fuertón, bruto y escandaloso con su voz áspera y sus modales rústicos, torpones... Se acercó hasta mi mesa cuando tomaba una cerveza en la taberna del Dos de Oros, llena de gente joven y festiva.
   --¡Hombre...! el bueno del Muchasgracias. (me llamaban así desde mi infancia porque, en  mi timidez, utilizaba esta fórmula de disculpa y agradecimiento constantemente y sin venir a cuento) Sabía de tu vuelta, pajarito. Me alegro de verte. Tenía ya ganas de darte una buena colleja-- y soltó. inmisericorde, su manaza grande y pesada sobre mi nuca.
   Levanté la cabeza, y con una sonrisa angelical dije con voz pausada:
   --Ya veo que no te has olvidado de los pescozones, Dioni, pero no lo vuelva a hacer o me enfadaré contigo.
  Sus carcajadas se oyeron hasta en la plaza .
   --¿Lo oís? Pues no dice que se va a enfadar... ¿Y qué harás, todo enfadado, hermoso?
   Levantó amenazador el brazo dispuesto a descargarlo de nuevo sobre mí. No se lo permití. Detuve el golpe asiéndole por la muñeca y apreté con fuerza. El dolor le hizo soltar un grito --¡Para, coño! --Seguí apretando y le obligué a arrodillarse.
  --¿Cuántas collejas me habrás dado desde que nos conocemos, Dío?
   --No sé, no sé... muchas.
   --Pues mira, voy a ser buen chico y me daré por pagado devolviéndote dos o tres solo.
   Y sin reparar en su cara de sufrimiento, le solté un par de bofetadas que sonaron como el aplauso de un necio.
   La gente volvió la cabeza y contemplaron con asombro la escena del Dionisio de rodillas implorando y recibiendo el castigo.
   --Ahora largo de aquí. Y cuando hables conmigo de usted y con respeto, con muchísimo respeto, mendrugo. ¡Fuera!, le empujé hacia la puerta.
   Salió sin mirar atrás. Contemplé a través de la ventana cómo charlaba con un grupo de conocidos, y por sus gestos entendí el asombro que les producía la postración del bruto. Animado por los amigotes, que lo reafirmaban en su poderío nunca humillado, volvió a entrar en el local, crecido, iracundo. Con la cara roja por la ira y por las bofetadas recibidas, se dirigió a mí con voz chirriante:
   --Si tienes lo que hay que tener, sal conmigo a la calle chulo de mierda.
   --Con  mucho gusto Dionisiete, con mucho gusto.
   Me incorporé lentamente sabedor del efecto que causa mi extraordinaria constitución física. Y me regodeé ante el susto que reflejaba el rostro, ahora pálido, de mi oponente. Casi sin resistencia lo arrastré a la calle sujeto del cuello de la pelliza, e izándolo a peso, lo colgué de uno de los barrotes lanceolados de la verja. Allí quedó pataleando como un  monigote ridículo hasta que algunos de sus corifeos lameculos apiadados de él le ayudaron a poner pie a tierra.
   Esto fue solo el comienzo. Me paseé por el pueblo sabiéndome dueño de la situación y castigué, ridiculizándolos de cuantas maneras se me ocurrieron, a todos los que, inmisericordes, convirtieron  mi vida de niño y de muchacho en un auténtico suplicio.
   No escaparon a mi propósito las muchachas -ahora algunas de ellas casadas- que me habían zaherido sin compasión llamándome tonto, marica y poco hombre por ser tímido, bondadoso y apacible. Lechos y pajares saben de mi venganza que nunca fue rastrera aunque sí a veces dolorosa.
   Entre el odio de mis paisanos y el amor de mis paisanas, marché del pueblo. Mas esto ya es otra historia.

                                                                                             Fernando Garrido Redondo




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