lunes, 8 de febrero de 2016

Pecar es cosa de guapos


–PECAR ES COSA DE GUAPOS-
Los dos eran de Mataró de toda la vida.
Estábamos a un paso de los días de Navidad, y en los comercios y calles del pueblo, se iniciaba el ritual de colocación de luces y anuncios, con más o menos gusto y originalidad. No es que Mataró fuese un pueblo entrañablemente navideño; no era pequeño, no tenía casitas de piedra con abetos; y por supuesto no nevaba, ni los niños se divertían con trineos o muñecos blancos y nariz de zanahoria. Hoy ya no era ni un pueblo, con sus más de ciento veinte mil habitantes, sus grandes moles de edificios y centros comerciales. Aunque si te acercabas al centro, a la zona más antigua, aún podías olisquear el pan recién hecho o el jamón del país.
El Santi y la Julia vivían en un desvencijado segundo piso de la Plaça Cuba, cerca del mercado. No era grande, pero tampoco pequeño. Llevaban allí desde que se casaron en el 1985 y lo habían ido adaptando, conforme a sus posibilidades económicas, que no eran muchas. Ella trabajó hace años de dependienta en una floristería, pero ahora, con la crisis y su edad, era muy difícil encontrar algo y además, para todo te pedían el odioso inglés. Él mantenía su puesto de conductor de autobús en “Casas-Sarfa”, la empresa que hacía el recorrido Barcelona-Mataró/Mataró-Barcelona, como la primera línea de ferrocarril inaugurada en 1948, pero en autobús.
El recorrido de 31 kilómetros que separaba las dos ciudades, podía hacerlo el Santi con los ojos cerrados, después de más de 40 años yendo y viniendo, un día sí y otro también. Conocía a las personas, a los jefes, a los pasajeros que iban y volvían perezosamente; la carretera, sus tramos limpios, los transitados…..el momento en que el sol le deslumbraba o la neblina que de matinada le frenaba en su recorrido.
A su edad era tan complicado cambiar.
Su prominente barriga se balanceaba, cada vez que entraba y salía del pequeño Renault Clio de dos puertas, que le llevaba y traía a la cochera, en las afueras de Mataró. Cerraba y ponía siempre la misma canción del grupo “Manel”. La cantaba entera, desde el principio al final y disfrutaba sobremanera cuando llegaba el estribillo, alzando la voz y sintiendo una punzada de orgullo, de soberbía al tararearla…
“No saben que els guapos són els raros. 
Ho sap tothom, però no ho diu ningú. 
Tampoc no s’agraden i tenen complexes per ser diferents. 
No saben que els guapos desafinen, no tenen swing i 
no ballen bé. 
També es preocupen i tenen psicòlegs, i no passa res.”
Nunca se había considerado guapo, cierto. Y por ello le producía una gran satisfacción oir y cantar la letra de aquella canción, por la identificación que sentía con los que no eran guapos. Era como ser de un partido político ganador y tener la sensación, que los que no pertenecían a él, eran unos perdedores. Era como ser del equipo de fútbol que queda primero en la liga, aunque los segundos sigan creyendo que son los mejores. Los guapos son los guapos, y también tienen problemas, no bailan bien y tienen complejos por ser diferentes.
!Que se jodan! Pensaba y sentía una y otra vez, mientras gritaba hinchando la caja torácica en el interior de su Clío.
Claro que nunca se había considerado guapo. Y menos, después de haber alcanzado los cincuenta años y la cincuenta en la talla de sus pantalones. Aún así era un hombre fornido y bien proporcionado. Destacaba entre los de su edad por la espesura de sus cabellos, ahora grises, que daban forma y envolvían una cara marcadamente germánica. Con el tiempo decidió dejar crecer una barba más bien rala, sin grandes aspiraciones, que sombreaba su mandíbula y de la que se sentía orgulloso y satisfecho cuando las manos de las brasileñas de los alrededores de la Boquería, junto a las Ramblas, le acariciaban una y otra vez como si fuera la piel de un peluche.
Todas las semanas cambiaba la vuelta a Mataró con su compañero Miquel, y se daba una vuelta por el mercado barcelonés, buscando y encontrando la subida de adrenalina que le producía ser observado y requerido por muchachas excepcionalmente hermosas, de cabellos largos y sanos, de piernas largas y firmes.
No es que no quisiera a la Julia, claro está. Estaban juntos desde críos y casados hacía mucho. Pero ella era incapaz de hacerle lo que esas chicas, tan jóvenes y tan prietas. No se lo había pedido nunca, pero sabía que era imposible que pudiera hacerle sentir de esa forma, sobre todo desde que los médicos confirmaron su incapacidad para tener hijos. No pudo ser, y ella no supo caminar junto a él. Se quedó atrás, la Julia.
Cuando llegó ese día a la cochera, fue como cualquier otro. El grupo de compañeros fumaba y hacía comentarios triviales sobre sus familias, sus males y sus hipotecas, esperando la asignación del autobús correspondiente, la hoja de ruta y el horario. Había gente ya en cola con las manos en los bolsillos, que apretaba sus abrigos contra sí mismos, esperando que no se les escapara el calor corporal. El Santi lo oyó en ese momento. Miquel, su compañero y amigo, su confidente, dijo que había comprado el número 30.305 el día de antes en la administración de la calle Matas, la que está cerca del Ayuntamiento. En aquel momento se le encendió una luz y oyó la voz de la Julia con el sonsoniquete habitual que elegía adecuadamente cuando él estaba tumbado en el sofá mirando el televisor.
Miquel es un ganador. Fíjate cómo se han podido cambiar de piso al Barrio de San Ramón. Todo nuevo, con jardines en los alrededores, bien comunicado…aunque no les hace falta, porque date cuenta que tienen dos coches, a cual mejor. Pero está claro que es un hombre con suerte, desde aquel año que le tocó un pellizco en la lotería.
No lo iba a permitir. No podía consentir que aquel mediocre bajito de Miquel pudiera volver a tener suerte con ese número del gordo y que él no tuviera también un décimo en su bolsillo.
Su turno comenzaba en tres cuartos de hora y decidió tornar a Mataró a la Administración de lotería. Ya no puso la música, ni se acordó de los guapos. Tenía una idea fija. No podían haber vendido en un día todos los décimos, aunque fuera 21. No podía haber llegado tarde. Se le heló la sangre sólo de pensarlo.
A trompicones, alcanzó la puerta recién abierta de la Administración, tras aparcar de cualquier forma el coche, y preguntó directamente por el 30.305.
–Me quedo todos los décimos que le queden- dijo. Si toca, yo tendré mucho más que él –pensó-.
Salió con 30 décimos en el bolsillo que le habían costado casi la paga extra entera, aunque su cara transmitía una radiante satisfacción.
Ya vería la Julia, ya. No tendría más excusas para tratarle como un don nadie delante de su hermano, el rico de la familia. Que si el Santi es un vago y se pasa tumbado todo el día en el sofá, que si el Santi no hace deporte, que si el Santi no tiene aficiones, que no hace más que comer, que no aspira a nada en el trabajo….ahora vería cómo se iba a hacer rico y sin mover ni un músculo. Esto iba a cambiar su vida, lo presentía.
Al día siguiente los niños de San Ildefonso comenzaron su melodía muy pronto y, como era de prever, el 30.305 no fue el gordo, ni tan siquiera un premio segundón. La ansiedad de la espera se convirtió en frustración para el Santi, que de regreso a casa, aparcó a un lado de la carretera y comenzó a darle patadas a las piedras de los barrizales paralelos al arcén. Su uniforme se llenó completamente de fango. De las botas a la gorra le chorreaba el líquido marrón de lluvia y polvo que se había formado la última semana, hasta que se dio cuenta de que todo el que pasaba se le quedaba mirando y paró, enfurecido y únicamente pensando que todos tenían la culpa. La Julia, el hermano de la Julia, el Miquel, los niños de San Ildefonso, todos eran culpables de que no le hubiera tocado el gordo y de que se hubiera gastado la extra casi entera.
Entonces entró al coche y a gran velocidad llegó a la plaza del mercado cercano a casa. Directamente se encaminó a la pescadería más famosa de todo Mataró y alzando la voz para poder ser oído, le dijo al pescadero:
-Julián, ponme seis kilos de rochos ahora mismo, que estas navidades las voy a celebrar-
No iba a ser guapo, tampoco rico, pero al menos se iba a poner morado de marisco.

Elena Herrero



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