Mamá
es una mujer fuerte y resistente. Como impermeable. Las gotas de
lluvia no la mojan, rebotan. Es
de
esas mamás que te miran una sola vez y ya te callás la boca y te
quedás quietita sin hacer ruido. Nos crió para ser independientes
hasta del aire que se respira. Y sin embargo siempre nos respetó los
miedos. Mi hermana y yo veíamos una sombra, la analizábamos,
comprobábamos que era sombra y corríamos a meternos en su cama.
Murmuraba dormida y hacía sitio. Y por si acaso no era sombra, se
levantaba y encendía la luz a veces. María durmió con ella hasta
los trece. Un poco patológico, lo sé. A esa edad yo prefería
dormir con el velador encendido. A mí no me daba miedo la oscuridad. Me
daban miedo mis propios pensamientos.
Mamá
había tenido interminables noches de pesadillas y ni un alma que la
consolase. Le quedaron esculpidas en el hueso justo detrás de la
frente, por eso jamás se le ocurrió ignorarnos ni el monstruo de
debajo de la cama ni el fantasma del pasillo cuando te levantás de noche para hacer
pis. Y, como para disculparse de sus
propias mariconadas de madre, nos contaba las pesadillas, tratando
una y otra vez de identificar si el trauma lo generó el miedo o la
simple indiferencia. No se le perdía ni un solo detalle y eso que
mamá es de las que no se acuerdan ni qué comió ayer. Dice que su
cerebro solo capta cierta cantidad de información y cuando se
excede, automáticamente borra lo anterior. Es verdad, no le
preguntes si tuvimos varicela, porque no se acuerda.
Había
tenido cáncer de útero a los nueve o diez años, u once. No sabía
bien. Uno de los primeros casos en esa época. En el hospital,
después de la operación, medio atontada por la anestesia y el
susto, tuvo el primer sueño. Unas manitos heladas, chiquitas como
las de un crío, la agarraban de los pies. No se podía mover. No
podía gritar. Una luz espesa la aplastaba. La cama vibraba y veía
que la arrastraban hasta la estación de tren, al lado de la casa
donde vivía. Estaba todo oscuro. Dentro de uno de los vagones
abandonados se veían ojos. El reflejo enajenado de unos ojitos
ovalados que brillaban en la oscuridad. Las imágenes iban y venían.
Muchas manitos frías que la tocaban y le hacían cosas. Mamá es muy
pudorosa, así que no nos quería contar qué cosas. Soñaba que la
dejaban desnuda delante de todas esas miradas estiradas y se moría
de vergüenza. Le quedó la impresión, porque en casa jamás anda
desnuda y no consulta un médico ni aunque la llevemos a rastras. Es
lo único que se acuerda de su niñez. Dice que cuando intenta fijar
algún otro recuerdo, ve como un paredón dentro de su mente y un
hombrecito con las piernas largas que va corriendo de una punta a la otra
para advertirle que no puede pasar de ahí. Tuvo esos sueños durante
varios años. Se moría de terror. Noches enteras queriendo gritar,
viendo como la cama empezaba a vibrar a un metro de las de sus
hermanos y nadie se enteraba.
Nos
contaba que una vez pasó algo, tuvieron que devolverla rápido y le
dejaron algo adentro. No pudo caminar bien durante varios días y mi
abuela no le creyó. Así que prefirió seguir pasando las noches
aterrorizada antes de contarle algo más a alguien. Las únicas
fuimos nosotras. Para demostrarnos que comprendía nuestros propios
miedos. Y siempre, siempre, nos contó el mismo sueño. Nunca varió
ni un solo detalle. Las pesadillas terminaron cuando ella tendría más o menos unos dieciséis años. Una noche que, cuando ni bien empezó a
sentir esa luz aprisionarle el cuerpo y el temblor del catre, gritó: "Sea lo que sea, Señor,
haz que se vayan". Y sintió cómo, automáticamente, la luz se
retiraba. Por eso es muy creyente.
Hace
dos semanas María y yo llegamos a casa y la encontramos a oscuras,
llorando solita delante del televisor. No conocí jamás una
persona más recia que mi madre. Su filosofía es que la vida es dura
y no se llora. Dice que una mujer como ella no puede darse el lujo de
enfermarse o deprimirse, tiene dos hijas sin padre que sacar adelante sin
ayuda ni familia. Mamá estaba viendo un programa de abducciones de
extraterrestres y la gente contaba el mismo sueño. Los mismos
detalles. Los mismos ojos alargados observando y la misma frialdad en
el tacto. Se nos pusieron los pelos de punta. Nunca se nos hubiese
ocurrido. Los abducidos tampoco tenían memoria a largo plazo.
Llegamos a la conclusión de que cuando te la borran, no se puede
seleccionar. Borran la memoria entera y punto.
Esa
noche dormimos juntas otra vez. Mi hermana y yo montamos guardia,
vigilándola. Aunque las dos sabíamos que éramos completamente
impotentes. ¿A quién reclamarías, en un caso así? ¿Dónde pondrías
una denuncia?
Al
otro día, viendo las cosas con más calma, bajo la ilusoria
seguridad de la luz del sol, investigamos un poco. Encontramos una
teoría que sostiene que de alguna forma las abducciones son inventos
del subconsciente para sobrevivir al abuso sexual infantil. Cruzando
los dedos para que fuese eso, fuimos a buscar ayuda. Un abuso se
supera. Pero la idea de que algo desconocido pueda ser capaz de
sacarte de tu cama, de jugar con tu cuerpo y con tu mente, violando
las leyes de la razón y cagándose en Dios, era insoportable. De
repente la vida era hostil y no nos gustaba la sensación.
Preferíamos culpar al abuelo, algún tío o un vecino. María fue
muy práctica: "No cuenten conmigo. No quiero saberlo. Me gusta el
mundo tal cual lo entiendo".
Al entrar en la consulta, le
hice una sola recomendación a mamá: “Dile la verdad. No se le
miente a un psiquiatra”. Su lema es nunca cuentes tu vida o la
gente se va a creer con derecho a juzgarla. Salió de la consulta y
me dijo:
--No puede
ayudarme.
O sea,
le mintió. Ella le pidió que la hipnotizara para recobrar la memoria,
que le gravara la voz en un cassette y que no le hiciese más preguntas. Y el
tipo le dijo que las cosas no son como en las películas. Que
hipnotizada no vería más allá de sus recuerdos y que no sería espectadora de su propia vida.
Que si pasaron cosas jodidas, las volvería a revivir y a partir de ahí
se haría un tratamiento.
Yo no
sé si fue por sugestión o por revolver en el tema que esa noche
volvió a tener la misma pesadilla. Así que mi hermana y yo tiramos
tres colchones en el suelo, como en los viejos tiempos. Estuvimos
varios días así, pero los sueños de mamá no mejoraban.
Ayer
por la mañana, al despertarnos, mamá ya no estaba. Lo único que
recordamos María y yo es la vibración del colchón. Pero eso
también puede ser sugestión. Hicimos la denuncia a la policía, se lo contamos a
un cura y al rabino, retomamos el contacto con la familia y nada. No sólo no nos
creen, ni sabemos cómo buscarla, si no que a nadie parece importarle
que mamá haya parido gemelas, a los dieciséis años, sin tener
útero.
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