lunes, 9 de mayo de 2016

Sentimientos contrastados


Sentimientos contrastados.
Los aromas de las comidas que se están preparando en la cocina, flotan y se mezclan en el aire envolviéndolo todo como en una pesadilla. Los cocineros se afanan en sacar las bandejas del horno, en remover los pucheros que se calientan en el fuego, en rellenar los barquillos de hojaldre recién hechos con crema y merengue.
--Tu. --Lo señala el cocinero mayor con una mano temblorosa –Llévale esto al señor, será mejor que no derrames ni una sola gota y ni se te ocurra meter un dedo para probarlo.
No lo hará, no traicionará a su dios ni a su religión.
Coge la bandeja con sus brazos delgados como palillos. Su cuerpo antes robusto y atlético, más tarde enjuto y nervudo, ahora no es más que huesos y pellejo. Ya no queda ni rastro del guerrero que una vez fue.
Arrastra los pies encadenados con cuidado, evitando así el más mínimo tropiezo y entra en el salón portando la vianda de su señor.
Apenas ha dejado la bandeja sobre la mesa, el hombre de carnes magras y oronda circunferencia se abalanza sobre la cazuela e introduce sus manos de dedos gordos como morcillas en el sebo. Desesperado se lleva la comida a la boca. El espectáculo no puede ser más repulsivo, chorretones de grasa descienden por su flácida papada que aletea temblorosa. Entre bocado y bocado, va dando largos tragos de cerveza, que se escapa y gotea por la comisura de sus labios. En su boca se mezclan la carne y el vino por igual, lanzando perdigones cada vez que intenta respirar. Cuando termina se chupa los dedos y se limpia la grasa en la pechera, dejando profundos lamparones marcados.
Ha visto cerdos comer con mayor dignidad y decencia y sin embargo pese a lo dantesco de la visión, no puede engañar ni apaciguar a sus sentidos. El rugir de sus tripas, la saliva en su boca. Lo desea, desea ese alimento prohibido, tan sucio y deleznable como aquel que lo devora con los carrillos llenos.
Recoge la bandeja y se marcha. Mientras regresa a las cocinas flaquea, mira las sobras, mira los huesos con ojos desorbitados y piensa que sin tan solo pudiera chuparlos… con eso bastaría.
Cuando está a punto de caer, de sucumbir a la tentación, al hambre y al placer, oye a lo lejos el resonar de los tambores. Los gritos de guerra de los suyos le insuflan un valor que ya no tiene, hacen que renazca en él una fe que creía perdida. Todavía no es demasiado tarde, aun no ha perdido la esperanza.
Pevima.

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