Ayer llegó Helen, la hija de Rosario, en el micro
de las doce. La fui a buscar yo personalmente, para darle una
alegría. Está alta. Regordeta, como todos los chilenos. Habrá
heredado la altura del padre. Yo qué sé. Porque la madre era feúcha
y muy petisita. Este año cumple quince, voy a tener que comprarle
algo. Algo barato. Tampoco voy a gastar mucho, total ni se entera, no
habrá tenido ropa nueva en la vida. Me acuerdo perfectamente cuando
a Rosario le diagnosticaron la última etapa de la enfermedad. Entró
llorando a mi oficina y me pidió usar el teléfono para llamar al
cura sanador. Los riñones habían empezado a fallarle hacía un
año. Ahora ni siquiera se molestaban en intentar colar algo de
líquido. No podía morirse, Helen tenía cuatro años y un padre
alcohólico.
Me pidió mi opinión y yo le fui sincera:
hacé lo que sea, pero aguantá hasta que tu nena crezca. La gente de
su condición social se abandona mucho. No van al médico. No comen
bien. No se cuidan. Pero tampoco se podía dar el lujo en ese momento
de pensar solamente en ella. No se puede ser tan egoísta cuando una
es madre. Acompañé a Rosario a ver al cura sanador porque ella
necesitaba alguien que le diera confianza. Qué iba a hacer. No podía
dejarla que se arregle sola en semejante situación. El cura le
impuso las manos, el crucifijo, no sé cuántos padres nuestros y
tres litros de agua bendita. Le daba vueltas, rezándoles a los
gritos alrededor y le golpeó la cabeza con la biblia dos veces.
Aparte de débil, la dejó medio tarada. Para mí, que no entendió
bien, el tipo ya tenía la voz ronca de tanto gritar y seguía: “Sal,
Satán, libera a esta mujer, en nombre de Jesucristo” y no me
escuchó todas las veces que le dije que era un fallo renal. Al
final, Rosario se arrepintió de todos sus pecados, de los de su
familia y los de algún vecino, por las dudas. Fue muy conmovedor.
Lloró toda la sesión, pero igual tuvo que empezar a comer cien
gramos de zapallo hervido cada dos horas. Los riñones eran dos masas
resecas de células al pedo. Fue un calvario. Y la nena tan chiquita.
No quiero ni pensar en lo que habrá sido ver todo eso a través de
sus ojos.
Una tarde, justo la tarde en que más laburo
tenía. Casi pierdo un cliente. Bueno, esa tarde entró como una
tromba a decirme qué me parecía si iba a una Mae Umbanda que había
por atrás de la estación. A mí me da un miedo andar por esa zona.
Nos fuimos en colectivo y yo me puse la peor ropa que tengo. Te metés
por ahí con el auto, el mío era nuevo, y no te dejan ni las
ruedas. Claro, a ella le daba igual arriesgarse, si tenía las horas
contadas. Al final tuve que llamar a mi marido para que venga a
buscarnos como a las diez de la noche. Hicieron un ritual con un
pollo blanco que, después, imagino yo, se lo habrán comido; ya te
digo que la gente por esa zona, no está como para andar
desperdiciado pollos. Menos mal que también llevé poca plata;
descogotaron la gallina, o el pollo, se chuparon una botella entera
de ron, se fumaron un habano y me pasaron la cuenta a mí. Le dijeron
que no tenía esperanza. Pero cobrar, cobraron. Ya te digo, todo lo
que tenía encima.
El sábado siguiente me la llevé al Bolsón,
a ver a la mujer ésa que le había curado la culebrilla a Josefina,
la prima del chico que hace la mensajería. No es que yo crea en esas
cosas, de hecho que tener que cerrar la oficina para llevar a la
chica de la limpieza de un sitio a otro me trastornaba bastante; pero
cuando la gente pobre está sola ante una desgracia, el deber de
cualquier ser humano, medianamente humano, es ayudar. A Josefina, dos
años antes, le había ido bien una mezcla de hierbas y reiki. Le
dejó la piel seca, pero la culebrilla estaba a punto de darle la
vuelta y no se sabía quién se la había deseado. En los casos de
brujería, lo más perturbador, es que el culpable queda impune. Yo
no sé si lo de Rosario fue brujería. No tenía plata, el marido
daba asco, la única que le tenía cariño a Helen era yo. ¿Quién
iba a querer hacerle un mal? Tampoco metería las manos en el fuego
por nadie, eso seguro. La gente de poca cultura es capaz de matar a
cualquiera por un par de zapatillas. Rosario tenía sus cosas, pero
en el fondo era buena. Eso, sí. En los últimos tiempos, entre la
enfermedad y los gastos de los médicos, se había vuelto bastante
loca. De repente entraba a mi oficina a los gritos, contándome las
palizas que le había dado el padre cuando era chiquita. Y que la
madre miraba para otro lado. Que el hermano había estado preso desde
los dieciséis. Cosas de gente de villa. Y después que me tiraba
todas las pálidas, me decía que la culpa la teníamos nosotros, los
que trabajamos en oficinas y tenemos casas grandes y cómodas y nos
olvidamos que en el mundo, hay gente que sufre. ¡Justo a mí,
decirme eso! Yo me callaba la boca, al fin y al cabo, qué sabía
ella de tener que mantener una casa como la mía. Ella laburaba dos
veces por semana y con eso comía. Para comprar un zapallo tampoco
hay que tener una infraestructura muy desarrollada. Yo no puedo darme
el lujo de trabajar dos días por semana y servir un zapallo hervido
a mi familia. Al final, la mujer del Bolsón, le dijo que tenía que
tomarse casi un litro de Aloe Vera diario. Porque parece que el Aloe
lo que hace es regenerar las células, que era lo que ella necesitaba
para volver a usar los riñones.
Le fue bastante bien con eso. Se tomaba un
vaso y medio de jugo de Aloe después de los cien gramos de zapallo
hervido, cada dos horas. No sé cómo pudo tomárselo, es asqueroso
¿Lo probaste, alguna vez? Es más amargo… Estuvo casi diez años
viviendo solamente con eso. Randulfo no la quería ni ver. Le dijo
que se tendría que haber muerto en tres meses y si no se murió, es
que algo raro hizo. Viste que Randulfo es un tipo muy serio, si tenés
cita a las cinco, a las cinco en punto te llama y si no estás, ya
no te atiende. Entonces, si Randulfo te dice que te vas a morir en un
mes, él quiere que lo cumplas.
Después ya dejé de acompañarla a todos
lados, porque yo tenía mis obligaciones y si bien sé que hay cosas
que desconocemos, que ni la ciencia puede explicar, tampoco me
parecía bien fomentarle esa clase de esperanzas a una moribunda.
Pero no había caso che, Rosario no se moría. Me queda la duda,
todavía, si Randulfo es tan buen médico como dicen. Yo, por las
dudas, con él no me atiendo. Porque si te dicen que te quedan tres
meses, pasas el mal rato y tarde o temprano te hacés a la idea y
tratás de dejar todo más o menos arreglado. Claro, te dicen tres
meses y al cuarto o quinto seguís en pie, el tipo se pudo haber
confundido; quieras que no, es humano. Pero pasaron varios años y
Rosario seguía comiendo zapallo, tomando Aloe Vera y haciendo tratos
con el diablo. Parecía un cadáver. Flaca… encima era fea como
ella sola, la pobre. Tenía los ojos hundidos y esas ojeras negras
que tienen los crónicos de riñón, ¿Viste? Ya no podía ni
trabajar. A casa ya no iba. A mí me daba pena echarla del todo, más
que nada por Helen, pero tampoco podía seguir trabajando con esa
mugre por toda la oficina. ¿Qué iban a pensar los clientes? Cuando
Helen cumplió trece años, la agarré un día y se lo dije: Rosario,
no podés seguir así. Moríte o mejoráte, pero andar con esa pinta,
dando lástima, es muy cruel.
La internaron justo después de festejarle el
cumpleaños a Helen. Pobre nena. Tampoco era muy grande. Los últimos
días yo no fui a verla al hospital. No quería que me lo pida, al
fin y al cabo yo era su única persona de confianza, pero yo no me
podía hacer cargo de una criatura. Suficiente hice por ella. Un día
me la crucé a Josefina, la prima del mensajero, que es, o eran,
medio parientes y me dijo que Rosario le había pedido que por favor
cuide a Helen. Entonces, ya más tranquila, me fui a despedir. No le
iba a pedir lo mismo a dos personas diferentes, porque no queda bien.
No sabés el calor que hacía el día del
entierro. No tenía ganas de ir. Un olor tenían las flores…
Estaban casi todas podridas a las doce del mediodía. Hice un
esfuerzo y fui, Rosario estuvo sirviendo en casa más de catorce
años, en total. Vino antes de quedarse embarazada.
Josefina mandó a Helen a una casa en el
campo, con unos tíos o unos parientes del padre. Ahora me llamó,
hace un par de semanas, porque los viejos ya no la pueden tener. Como
siempre, paso de buena por boluda. La verdad es que necesito una
chica en casa, Helen tiene la edad justa como para aprender a hacer
las cosas bien. Pero a Helen le vi exactamente la misma cara que
tenía Rosario, con dos ciruelas hinchadas debajo los ojos. ¿Me
querés decir qué hago yo, si se me muere ésta también, después
de tomarme el trabajo de enseñarle? Otra vez por toda la brujería
no paso. Y por eso te llamaba ¿te costó muy caro el riñón
artificial que le pusieron a tu suegro?
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