PECADOS
CAPITALES
Catalina,
o Lina como le gustaba a ella que la llamaran, llevaba una vida más
o menos normal.
Junto
a su marido, Vicente, un hombre que según Lina, solo había
aspirado en su vida a cortar chopped, desde que siendo un muchacho le
pusieran de aprendiz en una charcutería. Bueno a cortarlo y luego a
comérselo, porque había que ver como comía Vicente, sin mesura,
sin control.
Y
luego estaban los niños, esos angelitos.
Cristian,
un muchacho que necesitaba pedirle permiso a un pie para mover el otro, que prefería morir de inanición, antes que levantarse del
sofá. Para eso ya estaba mamá. La cual perdía el culo por
satisfacer a su hijo mayor. Así se sentía más útil.
Le seguía en edad Jonathan, el pequeño de 8 años, mimado y consentido,
el cual tenía unas explosiones de ira terribles, cuando le negaban
algún capricho o le llevaban la contraria. Pero Lina también lo
solucionaba consintiéndole al niñato todas sus demandas y no
contrariándole nunca.
Así
que la familia «Pérez», digamos, era feliz.
Hasta
que ocurrió la tragedia.
En
el piso de enfrente, fueron a vivir una nueva familia, los
Ruigómez.
La
madre, Julia, una mujer culta, amable, educada. Trabajadora social.
El
padre, Alberto, hombre fino, alto, distinguido. Trabajador de banca.
El matrimonio tenía dos niños:
Isabel,
una preciosa muchachita rubia, con una sonrisa de anuncio, carita de ángel y modales refinados.
Y
Alberto, o Tito, como le llamaban familiarmente, un niño modosito,
tímido y carácter dulce.
En
cuanto se mudaron, Lina fue a presentarse y a farolear «cómo tenían
puesta la casa».
Los
Ruigómez la recibieron con educación.
Pero
ella, cuando se percató de que era una familia que estaba a otro
nivel económico, social, cultural; que no se hablaban a gritos, que
se escuchaban, que existían unas palabras como «por favor y
gracias», que se respetaban. Le empezó en el estómago a subir como la erupción de un volcán. Era bilis. Se disculpó y con la cara
ardiendo fue a su casa, donde la esperaban, ahora lo veía claro, un
marido gordo que solo pensaba en comer, y, unos hijos, uno perezoso y
otro iracundo, los dos en grado máximo.
Su cabeza puso en marcha la maquinaria.
¿Que
se habían creído esos pijos, que eran mejor que ellos?
Empezó una campaña de desprestigio contra esta familia.
-
Ya ves (le decía a otra vecina) no se de que van. Mi cuñada me ha
dicho, que un vecino suyo, que vivía al lado de la madre de ella, le
ha contado que el apellido, que es mentira, que han unido los dos,
para que parezcan marqueses o algo de eso.
¿Ella
trabajadora social? ¡Mentira! Que limpia en la Conserjería de
Bienestar Social.
A él, en el banco le apartaron de donde se maneja el dinero, por no
se qué asunto
un poco turbio.
Los
niños, cursis y repelentes.
Y
así, poco a poco, fue regando el barrio, en la pescadería, en la
charcutería, donde por cierto, su marido seguía cortando chopped, en
la panadería. Por cualquier rincón.
Con
todo esto, al cabo de un tiempo los Ruigómez, oían a su paso
cuchicheos, sonrisitas, porque todas aquellas mentiras se fueron
haciendo cada vez más grandes, y ya se convirtió, ella en una
prostituta de baja estofa, el en un estafador que había estado en la
cárcel, y los niños, eran la tapadera, para traficar
con drogas.
Se
tuvieron que marchar. ¿Y porqué?
Porque
una mujer envidiosa, no podía soportar que la vecina fuese más que
ella.
Aunque
en su casa seguía teniendo, un marido que solo pensaba en comer y
unos hijos, uno perezoso y el otro iracundo.
Pero
a Catalina, Lina, como a ella le gustaba, nadie la hacia de
menos.
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