“ Baruj
Atá Adonai…” Rezaba la Bobe y todos repetíamos. Todos éramos
muchos, apretujados en el fondo oscuro del sótano. El olor del
Shabbat era una única vela y humedad. Cuando nos cerraron la
Sinanoga seguimos celebrando nuestras tradiciones bajo la tierra, a
la espera de tiempos mejores. A pesar de la oscuridad y del frío,
eran tiempos de luz. Éramos felices. Nos teníamos los unos a los
otros, estábamos vivos y Elohim nos cuidaba especialmente. Había
que hacer un esfuerzo, pero veíamos como nos colmaba de bendiciones.
Mientras las tías, mamá y la Bobe ponían la mesa, las nenas
mirábamos girar el dreidel que tenían los chicos. A nosotras no nos
lo dejaban ni tocar. Ellos resolvían los turnos a trompadas.
Nosotras tendríamos que haber aprendido a pelear.
Todo
lo hacíamos en comunidad: nacer, crecer, reír y llorar, las bodas y
los funerales. Las despedidas y las fiestas. La remolacha hervida y
los remiendos en las ropas. Los niños eran de todos, el pan también.
Los Sheides se morían en brazos de algún pariente, de algún
vecino, de alguno de los nuestros. Nunca se dejaba a nadie solo.
Teníamos unos lazos tan fuertes, estábamos tan unidos, teníamos
tan claro quiénes éramos y a dónde pertenecíamos que un día
llegaron y nos mataron a todos.
Yo
ví cómo se los llevaban. A gritos y azuzándoles los perros. Papá,
mamá, los Sheides, los tíos y las tías, el Rabino, mis primos y
mis hermanos. Ya estaban muertos ni bien subieron a los carros. Yo lo
sabía. Me quedé sola en el sótano. Abrazada a la muñeca de trapos
viejos que las abuelas me cosieron.
Al
rato me dio más miedo el sótano vacío que los ladridos de los
perros. Salí a la calle a que me llevaran a mí también. Y me morí
con tanta rabia… Furiosa por haber perdido la vida, simplemente por
pertenecer a un pueblo y a una cultura, pedí volver a nacer sin
lazos. Nunca más iba a sufrir por tener una identidad.
Fuimos
muchos los niños de la Shoa que pedimos volver a nacer sin tener
lazos estrechos. Y viví una nueva vida sin familia, sin religión,
sin cultura ni patria. Con una capa de soledad tan gruesa que no hubo
forma de arrancarla en todo un ciclo vital. Girando en mundo redondo
sin sentido. Pagando el precio de decidir sola, reírme sola, como
los locos, y tragarme las lágrimas.
Ahora
estoy en la fila para volver a vivir. Quedan tres almas delante de
mí. Y releo, preocupada, che, una y otra vez el cartelito que pone:
“Bienvenido a una nueva vida. Proyecte su plan cuidadosamente,
cumplimos todas sus expectativas”.
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