EL
RUSO
-
Era una tarde desapacible de invierno. Yo paseaba por el muelle del
puerto, pues necesito estar en contacto con el olor a mar, me
recuerda a mi niñez.
De
pronto le vi.
Era
un gigante de casi 2 metros
y
de una envergadura que asustaba.
Llevaba
un extraño gorro negro, el pelo largo, canoso o muy rubio.
La
verdad es que me intrigó, y le seguí.
Fue
fácil, porque andaba despacio, vacilante y como pasando el peso del
cuerpo de una pierna a otra.
Al
poco entró en una taberna, tropezó con la puerta y alguien intentó
ayudarle, pero lo auyentó de un manotazo. Trastabilleó y se sentó
en la primera mesa que encontró. Yo me puse en la barra y lo observé
con disimulo.
Aparentaba
unos 40 años, o quizá alguno más. Tenía unas arrugas muy
marcadas, la piel fina y quemada como por el sol, las comisuras de la
boca, caídas,
la cabeza echada hacia delante, tocando casi el pecho.
De
pronto, con una de sus gigantescas manos, dio
un puñetazo en la mesa.
Yo
me sobresalté, pero
el dueño del bar, dijo al camarero:
-
Sirvelé un vaso de vino al ruso.
Entonces
el hombre levantó la cabeza y pude ver sus ojos, debajo de sus
pobladas cejas. Eran grandes y completamente blancos, vacios, sin
vida.
Aquél
hombre era ciego.
C.B.
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