-PROTEGE
A LOS TUYOS-
-
No debes decir nada. Solo quiero que me atiendas y que oigas lo que voy a decirte muy, muy despacio-
Ella
estaba sentada en un harapiento sillón orejero de rallas
descoloridas hasta más allá del tono pastel. Contrastaban con la
oscuridad de las perneras de su pantalón negro de piel que observaba
desde arriba, con la cabeza inclinada. De vez en cuando subía la
mirada, nunca la cabeza, y a través del enrejado de los hilos que
formaban pequeños agujeros a la altura de sus ojos, veía a los dos
hombre frente a ella, sentados en sillas tras una mesa de plástico
blanco de las que hay en las terrazas de los bares y que llevan
impresa la propaganda de alguna cerveza. Delante de ellos no había
nada, tan sólo un libro y un móvil que destelleaba de vez en cuando
mientras su zumbido lo desplazaba unos milímetros de su posición.
Tenía
los pies descalzos y sentía el frío del mes de octubre de Brujas,
tan húmedo y desapacible. Veía sus botines de ante marrón oscuro
al lado de un pilar, tirados como cualquier cosa, dejados caer allí,
cerca de los dos hombres. No recordaba cuándo se los quitaron, ni
tampoco cuando le habían colocado por encima la rasposa túnica azul
añil que ahora le cubría todo el cuerpo como una tienda de campaña.
Ella sabía que era un burka y que muchas mujeres musulmanas lo
llevaban por creencia o por obligación, pero ella hacía mucho
tiempo que estaba lejos de eso, de que pudieran afectarle esas
costumbres y ritos del Libro sagrado. Vivía hace años en Europa,
había estudiado y trabajaba allí, y no tenía nada que ver con lo
que había quedado atrás.
De
nuevo el hombre habló en un perfecto árabe estandar, como el que se
habla en la Administración.
-Tú
quieres a tu familia. La recuerdas, ¿no es así?. Ellos están tan
orgullosos de ti, de que pudieras prosperar y llegar donde estás, de
que no vivieras la guerra, el hambre que se han guardado sólo para
ellos, que no han compartido contigo.-
No
había ni un solo movimiento en alguno de los músculos de su cara.
Lanzaba las palabras como pequeñas pelotas de hierro y todas
rebotaban en ella, en su cuerpo maltrecho que veía en el interior
del burka, en sus ojos caramelo que se cerraron lentamente y
entendieron qué estaba pasando.
Ella
creía que estaba tan lejos y que en su huída soltó el lastre de la
desesperación, de la incomprensión y de la locura. No se dio cuenta
de lo feroz que es la prepotencia y cómo de alargada llega a ser la
maldad de los hombres.
-Debes
protegerlos Asisa. Tú eres lo único que les queda y deberás cuidar
que no les pase nada-
Vió
caer sus pequeñas lágrimas encima de sus piernas, silenciosas,
recorriendo con lentitud un camino lleno de cables de colores, rojos,
amarillos y verdes, de belcro y metal que se adosaba a su cintura,
alrededor de toda ella y sobre el que caían sus cabellos suaves del
color de la canela.
Por
Elena Herrero
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